Hoy es el día más importante de mi vida. El resultado que obtenga en el examen de la Escuela de Invención Científica de Londres determinará si trabajaré junto a los más renombrados inventores del mundo o si volveré a mi país. El examen de Química, que empezará a continuación, es el último y el más complicado, solo estamos esperando que llegue el profesor Flynn.
Todo empezó hacía un año, en la madrugada de un viernes de noviembre de 1844, cuando la aeronave llegó en una noche nublada. Recuerdo con claridad cuando vi aquella chimenea de vapor y las hélices moviéndose incesantes sobre la cubierta, el acero apareciendo entre las nubes, y aquel suave tintinar metálico que hizo que todos saliéramos de nuestras casas. Sin duda, aquella aeronave provenía de Londres, el único lugar en el mundo donde se fabrican aquellas majestuosas máquinas voladoras.
La vapocarroza del mensajero Hill recorrió las ciudades cercanas durante un mes, dejando una estela de humo a su paso, como uno de aquellos antiguos ferrocarriles. Recibí la carta de la Escuela de Invención Científica, escrita a mano del mismo director, donde me informaban que mi solicitud había sido aprobada.
En enero de 1845, todos los alumnos que irían a la Escuela fueron a las capitales de sus respectivos países y la aeronave surcó el cielo de Europa, recogiendo uno a uno para llevarlos a Londres. Llegué a la ciudad una tarde helada, todos mis compañeros salieron a la cubierta cuando un pitido anunció que nos acercábamos a la capital del Imperio más importante del mundo. Por varios minutos, al frente solo distinguíamos nubes, una niebla lóbrega abrazaba la aeronave como si fuera a arrastrarla al vacío. Pronto distinguimos el mar y otros vehículos que sobrevolaban a nuestro alrededor: un globo de vapor, un aerocrucero y otra aeronave se acercaban a sus puertos, como nosotros. Conforme nos acercábamos pude distinguir apenas la ciudad, ya que una manta de humo grisáceo cubría los tejados. Un estruendo nos sobresaltó cuando la aeronave ancló en un puerto, y pude distinguir el agua del mar, teñida de una tinta oscura que emanaba un olor nauseabundo.
En el puerto quede sorprendido al ver un astillero donde estaban construyendo una aeronave, unos gigantescos pistones subían y bajaban sin parar, mientras ruidos mecánicos, ensordecedores y frenéticos, llenaban el ambiente de intranquilidad. Luego, el profesor Wadlow nos llevó hacia unas vapocarrozas y atravesamos la ciudad para llegar al internado de la Escuela, sin perder de vista ningún detalle de aquella urbe llena de edificios apiñados con ventanas y chimeneas que emanaban humo de manera casi perpetua, haciendo que se sienta una atmósfera densa y opaca, como si estuviera cubierto de sombras.
Después de cruzar un canal negro llegamos a la Escuela de Invenciones Científicas, más lo que más me sorprendió no fue la antigua arquitectura del centro educativo, sino las decenas de personas amontonadas en las rejas. Estaban con carteles y antorchas temerarias, gritando hacia el edificio frases ininteligibles desde donde estábamos, pero cargadas de un odio visceral. Cuando nos acercamos, unos guardias armaron un cordón de seguridad, para hacernos paso entre la agitada multitud. Uno de ellos nos reconoció y su voz se elevó sobre el resto: «¡ahí van los servidores de la burguesía capitalista!» espetó con furia, desde las entrañas, y la multitud se aglutinó contra los guardias, que detenían a las personas mientras avanzaban nuestras vapocarrozas. «¡Muerte a los inventores!» «¡Abajo las máquinas esclavizantes!» Gritaban mientras entrábamos y se cerraban las rejas. Mis compañeros y yo estábamos aterrados, más el profesor Wadlow se mantenía inmutable, era como si hubiera pasado en medio de un acto insignificante, y que los gritos e insultos solo hubiera sido tenues murmullos.
Las clases empezaron dos días después, nuestro salón estaba ubicado en el cuarto piso y tenía una ventana desde la que se podía observar el frontis de la escuela, a unos cuarenta metros metros. Antes de que llegue el director, a darnos las palabras de bienvenida, mis compañeros y yo nos apiñamos contra el alfeizar de la ventana para observar la protesta que continuaba en el exterior; al parecer, más personas estaban protestando, vestidos con overoles, algunos con palas y otros con carteles. «Muerte al capitalismo», «abajo la burguesía», «queremos trabajar»; eran algunas frases que se alcanzaban a distinguir.
Nos apresuramos a nuestras carpetas cuando el director llegó al aula y este dio unas palabras de bienvenida, en las que mencionó la importancia de la Escuela de Invenciones Científicas, ya que solo algunos, los que obtengamos mejores calificaciones, lograrían trabajar en las mejores compañías de Inglaterra y contribuirían con el bienestar de la sociedad, no solo del imperio, sino del mundo. Luego repasó algunos nombres de científicos famosos que pasaron por esas aulas, quienes habían inventado fantásticas máquinas como el aeroglobo o las hipergafas. Cuando el director estuvo a punto de retirarse, uno de mis compañeros se armó de valor y le preguntó porqué tanta gente estaba protestando al frente de la escuela. El director hizo un gesto de desdeño, como lamentando que tuviera que responder una pregunta sobre esa nimiedad. Luego nos contó que aquellas personas protestaban porque las máquinas que nosotros construíamos eran cada vez más eficientes, por lo que se necesitaba menos obreros y muchos de ellos se quedaban sin trabajo; después agregó que, gracias a la tecnología, el mundo había prosperado, que la gente vivía más, e incluso, que gracias a las aeronaves ahora se podía llegar a distintos lugares del mundo con mayor rapidez, por lo que había aumentado el comercio y diversos países habían incrementado su renta. El director volvió a hacer un gesto de desdén y agregó que, a pesar de todo el bien que le hacíamos a la humanidad, los obreros, quienes tenían la dicha de que les diéramos trabajo, osaban quejarse porque en realidad solo querían ganar más plata por trabajar menos horas.
El desprecio con el que el profesor se expresó de aquellas personas fue tal, que ninguno de mis compañeros se atrevió a volver a hacer una pregunta al respecto y, poco a poco, mientras pasaba el tiempo, nos fuimos acostumbrando a ver a aquellos manifestantes agitando sus carteles o quemando objetos en las calles, como si se hubieran convertido en parte del panorama.
El curso duraba dos años, y durante las clases desfilaban cinco profesores quienes eran los encargados de enseñarnos el funcionamiento de todos los inventos más importantes que habían construido el mundo tal y como lo conocíamos. A pesar de nuestra dedicación, ya que de los exámenes finales dependería nuestro futuro, a la mayoría de nosotros no nos iba tan bien en las clases, ya que la cantidad de información que teníamos que aprender era abrumadora.
Conforme avanzaban las clases, las manifestaciones, no solo en las afueras de la escuela, sino en toda la ciudad, empezaron a multiplicarse a la par que el empleo disminuía, ya que cada vez se necesitaban menos obreros para operar las máquinas que los científicos, como los que nos enseñaban, construían. Nosotros vivíamos aislados de la ciudad y procurábamos no salir de la escuela, donde había todo lo que necesitábamos, mas sentimos que las protestas recién nos afectaron en julio de este año, cuando el profesor de Química desapareció. Estuvimos dos semanas sin clases de esa materia, hasta que una mañana nos enteramos de que su cadáver apuñalado había sido colgado en el faro de una calle, con un cartel que decía «muerte al alimento de la burguesía». Tal hecho conmocionó a la escuela y se suspendieron las clases por una semana, mientras se buscaba a los culpables. Finalmente, dos obreros de los astilleros fueron acusados del crimen y ejecutados por la Policía. Después de una semana, nosotros creíamos que sería complicado que el colegio encontrase a un nuevo profesor de Química, hasta que un contrataron a Stuart Flynn, un científico británico que había pasado sus últimos años en la India, pero que acababa de volver a la isla.
Aquel día de agosto asistimos expectantes a la clase de Química, para conocer a el nuevo profesor, más nos vimos sorprendidos cuando este apareció. El hombre era delgado y alto, de piel agrietada y apariencia fornida. Vestía un largo saco beige, empolvado, como si no lo hubiera sacado del armario por varios meses. Utilizaba guantes negros y un sombrero raído de ala ancha. Uno de sus ojos estaba tapado por un lente redondo de luna espejada, que era sostenido por un aparato metálico que se enganchaba en su oreja y entraba en su oído, el cual parecía ser un audífono. Fumaba un puro con un metafiltro y botaba humo sin parar, parecido a una pequeña chimenea. La mirada de su único ojo descubierto tenía un atisbo de melancolía, como si en el pasado la vida lo hubiese tratado con más respeto.
¿Ese era el nuevo profesor? Me pregunté al ver su aspecto deslucido.
El tipo caminó con lentitud hacia el perchero, como si la clase durase cinco horas; colgó el sombrero y dejó al descubierto un cabello grisáceo; luego desabotonó con parsimonia cada uno de los botones de su saco y, cuando se lo sacó; todos los alumnos se sorprendieron de que su camisa estaba cortada para que pueda salir su brazo derecho: este era metálico y parecía oxidado, estaba enganchado a su hombro por engranajes que se movían con lentitud, como el motor de un reloj que estaba agonizando. El brazo estaba completamente rígido, las tuercas apenas permitían que este se moviese al compás del caminar de su dueño, aunque este no tuviera dominio sobre su extremidad.
El profesor observó la ventana y se acercó, dio una mirada a la gente que estaba en el exterior, protestando, y luego volvió la mirada hacia nosotros. Nos miró con detenimiento, consciente de que estábamos sorprendidos por su metálica extremidad, y se acercó a la primera carpeta, observó a Edward, uno de mis compañeros, y puso la mano sobre su carpeta con brusquedad.
—¿Te sorprende esto, muchacho? —le preguntó.
Edward abrió los ojos con miedo, parecía que intentaba decir algo, mas solo alcanzó a mover su cabeza, en sentido aprobatorio.
El profesor sacó la mano de la carpeta y alzó su brazo, el metal resplandeció con la luz que se colaba por las ventanas.
—Esto —nos dijo—, es el resultado de una mala proporción de elementos. ¿Saben quién la hizo? —todos negamos con la cabeza—… un pésimo estudiante, en quién confié…
El profesor bajó el brazo y regresó a su pupitre. Se sentó con lentitud y nos escudriñó con la mirada, con el único ojo que podíamos ver; mientras en su único lente espejado podíamos ver nuestros reflejos, asustados y circunspectos.
—Es por esa razón… que ahora no tolero errores. Si ustedes logran pasar mi examen final de Química… les aseguro que estarán preparados para egresar de esta escuela.
La imagen del profesor deslucido desapareció de inmediato y fue reemplazada por una de respeto y miedo. A partir de esa clase, todos pusimos nuestro máximo empeño en las clases de Química y comprobamos que las amenazas del profesor no habían sido mentira. Siempre estaba atento a cada detalle y no toleraba ninguna equivocación. Con él aprendimos fórmulas para mejorar la producción de hierro y luego de acero. La mitad de las clases de Química consistían en desarrollar nuestro proyecto final, que tuvo la mitad de la calificación: el desarrollo de una bomba de barril que estaría llena de explosivos a base de shrapnel. Por supuesto la bomba no era real, pero el profesor nos enseñó al detalle cómo realizarla.
En el último mes nos preparamos para nuestros exámenes finales y, cuando no estábamos en clases, todo el alumnado se mantenía en sus dormitorios y en la biblioteca estudiando para lo que serían las pruebas más difíciles de los dos años.
Con satisfacción puedo decir que estoy seguro de que aprobaré todos los exámenes que he rendido, más aún falta el último, y el más importante: el de Química. A pesar de haberme preparado con ahínco, aquí estoy, sin seguridad de saber todo lo que el profesor Flynn nos enseñó. Si no fuera por el proyecto que hicimos, la bomba de barril, estaría seguro que no aprobaría el curso.
Mis compañeros y yo estamos impacientes, ningún día el profesor llegó tarde, siempre estuvo en el salón minutos antes de que empezaran las clases; sin embargo, justo hoy, el día más importante, se demora. Me pregunto si es una de sus artimañas para jugar con nuestra mente, para ponernos nerviosos y rendir el examen con presión.
De pronto, la puerta del aula se abre con brusquedad, mas no entra Flynn, sino Arthur Smith, el profesor de aerodinámica, quien carga varios pergaminos.
—El profesor de Química ha enfermado —nos dice mientras se acerca uno a uno y nos entrega los pergaminos, los cuales se encuentran doblados y muy bien sellados—. Aquí están las instrucciones del examen, esperen a mí orden para que empiece el exámen.
El profesor Smith saca un reloj de su saco, del tamaño de su mano, y lo pone sobre la mesa.
—El examen empieza… ¡ahora!
Desenrollo el pergamino con rapidez, no debo perder tiempo, cada segundo es valioso. Al abrirlo, empiezo a leer:
Examen de Química
Escuela de Invenciones Científicas
Londres, 1847
Estimados alumnos. Alguna vez les conté la historia de cómo perdí mi brazo derecho. Les dije que fue un error de un estudiante, en quién confié. Después de seis meses, debo confesarles que aquello fue mentira. Trabajé diez años como científico en una de las compañías más grandes de esta ciudad y perdí el brazo al manipular explosivos. Después del incidente, la compañía se deshizo de mí y contrató a un nuevo científico, con todas sus extremidades, quien sí podría realizar los experimentos con facilidad. Nadie se ocupó de mí y no pude encontrar trabajo, así que me uní a las manifestaciones para luchar en contra de gente como ustedes, de gente como quien alguna vez fui. Ustedes son cómplices de aquellos que poseen las máquinas que esclavizan a cientos de personas, personas como yo, que son desechadas por esta sociedad injusta.
Supongo, que después de leer esto, solo deben pensar en cómo aprobarán su examen de Química. Si desean aprobar, solo deben mirar por la ventana.
Alzo la mirada, mis compañeros están tan desconcertados como yo. Con incertidumbre, nos paramos uno a uno y nos acercamos a la ventana. Ante el desconcierto del profesor Smith, quién pregunta qué hacemos.
Afuera están los manifestantes con antorchas, palas y carteles en las manos, que agitan hacia el aire. Con claridad distinguimos, en el medio de la multitud, un brazo metálico que agita un cartel más grande que los demás. Este tenía una inscripción con letras rojas: «El curso ya lo aprobaron… con su proyecto».
Escuchamos un temblor.